
De qué se ríen, es la primera pregunta que uno se hace al ver la imagen. No una risa discreta o comedida, sino abierta, desbordante, cómplice. Un grupo de hombres, en su mayoría uniformados, rodea una mesa en la que alguien ha dispuesto un mapa. Al centro de la escena, Kim Jong-un, feliz como un niño con un juguete nuevo. ¿Pero de qué se ríen?
Los periodistas más aguerridos buscarán respuestas en la política internacional, en los movimientos geoestratégicos o en los tejemanejes del régimen norcoreano. Pero la explicación puede ser más sencilla. Quizás, en este mismo instante, el líder supremo y su círculo más cercano estén celebrando el mayor golpe cibernético de la historia. Quizás el mapa sobre la mesa no sea una cartografía militar, sino una representación digital del torrente de criptomonedas que acaba de deslizarse entre las redes de seguridad de Occidente. Porque, como supimos después, un grupo de hackers financiado por el gobierno de Corea del Norte acababa de hacerse con 1.500 millones de dólares en Ethereum. Lo hicieron con la precisión de un cirujano y la rapidez de un prestidigitador. En cuestión de minutos, los fondos desaparecieron de Bybit, una plataforma de intercambio de criptomonedas, y se distribuyeron en miles de billeteras digitales ajenas.
Ben Zhou, el consejero delegado de la plataforma, no aparecía en ninguna foto sonriendo. Desde su casa, sin dormir y con la presión de millones de clientes en pánico, intentó transmitir calma publicando las pulsaciones de su reloj inteligente: ‘No dormí nada, pero al menos mi nivel de estrés no es tan alto’. Como si el dato cardíaco pudiera competir con la imagen de un dictador carcajeándose.
En el fondo, todo esto tiene algo de venganza poética. Durante años, la comunidad cripto vendió la descentralización como un escudo contra los abusos de los Estados. Hoy, un Estado ha demostrado que la descentralización también significa que nadie vendrá a salvarte cuando te roban. No habrá marines entrando en Pyongyang para recuperar los ethers perdidos. Solo nos queda esta imagen: una fiesta privada en la que no estamos invitados. Y esa risa, tan amplia y desbordante, que nos recuerda quién está en el centro de la mesa y quién, en el margen de la historia.
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