El sendero de los enfermos

Hay algo hipnótico en esas líneas de colores. La gente camina sobre ellas como si llevaran toda la vida entrenando para ello, como si fueran equilibristas de la enfermedad. Pero, de pronto, una línea se bifurca y la realidad se rompe. ¿Debías seguir el azul marino o el azul celeste? No lo recuerdas. Te sientes como un explorador en una selva cromática, atrapado entre la posibilidad de un diagnóstico correcto o una colonoscopia inesperada.

Un hospital es un laberinto que simula conocer la salida. Lo parece porque tiene pasillos, puertas y, sobre todo, líneas de colores en el suelo. Rojas, azules, amarillas. Cada una conduce a un destino diferente: urgencias, radiología, cardiología. Uno diría que son las líneas de un mapa del metro, pero sin trenes y con gente en bata.

Las sigues con la esperanza de que, al final, haya alguien que sepa lo que te ocurre. Porque tú llegaste sabiendo que te dolía el pecho, pero ahora, después de tres horas en la sala de espera, con ese fluorescente parpadeante como una nave nodriza enloquecida, ya no estás seguro de nada. Puede que nunca hayas tenido un pecho.

Hay algo hipnótico en esas líneas de colores. La gente camina sobre ellas como si llevaran toda la vida entrenando para ello, como si fueran equilibristas de la enfermedad. Pero, de pronto, una línea se bifurca y la realidad se rompe. ¿Debías seguir el azul marino o el azul celeste? No lo recuerdas. Te sientes como un explorador en una selva cromática, atrapado entre la posibilidad de un diagnóstico correcto o una colonoscopia inesperada.

A veces, las líneas se cruzan. Es inquietante. Como si distintas patologías se mezclaran en el suelo. La línea verde de traumatología se enreda con la roja de neurología. ¿Y si lo que tienes en realidad es un problema de conexiones? ¿Y si tu fractura es del alma y no del fémur?

Hay pacientes que, después de horas dando vueltas, acaban en cafetería, donde no hay líneas de colores. Solo sillas de plástico y máquinas de café que parecen dispensar tristeza en lugar de cafeína. En un hospital, la gente se aferra a un café como si fuera un flotador en mitad de un naufragio.

Y, sin embargo, cuando por fin sales, cuando traspasas la última puerta y las líneas de colores desaparecen bajo el asfalto de la calle, te invade una sensación extraña. Afuera no hay líneas. No sabes dónde pisar. Quizá, después de todo, sería más fácil si alguien pintara una línea amarilla hasta tu casa. O hasta el sentido de la vida.

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