
Esta mañana he cambiado el orden en el que me cepillo los dientes y, durante unos minutos, he sentido que el universo se desmoronaba.
Siempre empiezo por la mandíbula inferior izquierda, después paso a la derecha, y por último subo a la parte superior. Es un ritual automático, grabado en mis músculos con la misma precisión con la que un pianista ejecuta sus escalas. Pero hoy, por razones que desconozco, he empezado por la parte superior derecha. Un desliz. Un error.
Al principio no le di importancia, pero cuando pasé a la zona izquierda sentí un ligero pánico. ¿Qué venía ahora? ¿Tenía que bajar a la mandíbula inferior o debía compensar el caos y volver a la derecha? El problema no era tanto el cepillado en sí, sino la sensación de estar en un territorio sin señales de tráfico. Como si de repente me hubieran soltado en una ciudad desconocida sin GPS.
Seguí adelante con torpeza, pero algo estaba mal. No sabía cuándo debía detenerme. Mi cuerpo, que en las mañanas normales sabe exactamente cuándo es suficiente, hoy parecía haber perdido toda referencia. El cepillado se convirtió en un bucle sin fin, un limbo de espuma y movimientos mecánicos. Miré el espejo esperando que mi reflejo me diera una pista, pero él también parecía confundido.
Finalmente, decidí detenerme sin estar seguro de haber terminado. Enjuagué la boca con la misma sensación con la que uno cierra un libro por la mitad sin saber si alguna vez volverá a él. Hoy mis dientes están limpios, sí, pero no tengo ninguna certeza de que el día haya comenzado realmente.
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