La dolencia residual

Un hombre enfermo toma caldo en la cama.

Hace una semana tuve un constipado. Uno de esos modestos, de manual: estornudos frecuentes, algo de congestión, voz de ultratumba. Nada grave. Pasó en tres días.

Pero noté que durante ese tiempo mi mujer se mostró especialmente atenta. Me ofrecía caldos, me preguntaba cada hora cómo me encontraba, me tapaba con una manta aunque no tuviera frío. Me decía pobrecito con una ternura que no recordaba desde nuestros primeros años.

El tercer día me recuperé. Lo supe con claridad. Ya respiraba por ambas fosas nasales y el cuerpo me pedía café en vez de infusiones. Pero decidí fingir.

No una gran enfermedad, no. Solo una secuela imprecisa, un “todavía estoy algo débil”. Bajaba las escaleras más lento. Soltaba suspiros al azar. A veces me tocaba la frente como quien comprueba si tiene fiebre, pero sin convicción.

Mi mujer siguió cuidándome. Me miraba con esa mezcla de compasión y autoridad médica que dan los años de convivencia. Incluso me arropó una noche como si yo fuera un niño.

El problema, claro, es que cada día que pasa tengo que actuar mejor. He incorporado una tosecilla seca, una fatiga sutil al subir del sofá, una mirada levemente perdida. A veces creo que estoy sobreactuando. A veces me lo creo del todo y empiezo a pensar que tal vez no estoy tan bien como pensaba.

El cuerpo es un mentiroso profesional. Lleva días sugiriéndome síntomas reales, como si quisiera seguir el juego. Hoy, por ejemplo, me ha dolido ligeramente la cabeza y no sé si es culpa de la farsa o del deseo de que la farsa sea verdad.

Lo único seguro es que cuando mi mujer me pregunta “¿vas mejor?”, yo asiento con humildad y añado: “pero no del todo”. Porque ese “no del todo” es mi salvoconducto. Mi billete diario a la ternura.

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