
Siempre he pensado que la televisión me miraba. No en sentido figurado, sino literal. Me sentaba frente a la pantalla y sentía que alguien, al otro lado, tomaba notas.
Pero esta mañana, mientras desayunaba frente al informativo, me ha asaltado una sospecha más inquietante: ¿y si no soy yo quien ve la televisión, sino ella quien me ve a mí? ¿Y si los presentadores no están ahí para informarme, sino para observarme?
He mirado al hombre del tiempo. Tenía una sonrisa demasiado dirigida, demasiado personal. Como si supiera que yo estaba en pijama. La chica del magazine hablaba sobre las propiedades del aguacate, pero hacía pausas como si esperara mi reacción. He cogido la cuchara y la he dejado muy despacio sobre la mesa, por si me estaban analizando los movimientos.
Más tarde, he encendido la tele por la tarde y me he topado con un concurso. Los participantes gritaban como si quisieran impresionarme. Uno de ellos me guiñó un ojo, lo juro. He apagado la tele. He sentido un vacío. Como si los hubiera dejado hablando solos, atrapados en un plató sin salida.
La idea me persigue desde entonces. Que los actores, los tertulianos, los cantantes, todos, viven ahí dentro, atrapados en un escaparate desde el que nos observan a través del cristal. No actúan para nosotros: nos estudian.
Quizá por eso hay días en que siento la necesidad de comportarme mejor cuando estoy frente al televisor. De no decir tacos. De sentarme recto. De sonreír con discreción cuando ponen una comedia. Uno nunca sabe quién puede estar al otro lado. Y si nos están juzgando, quiero dar la talla.
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