El armario de Schrödinger

La fotografía de una cocina.

El armario más alto de la cocina no es un armario, es un agujero negro doméstico. Todo lo que desaparece en casa –las tijeras buenas, el tupper con la tapa que encaja, las pilas cargadas– acaba ahí dentro. Lo sé porque no están en ninguna otra parte, y en el mundo de la lógica binaria eso significa que tienen que estar en ese estante al que solo llego con taburete.

El problema es que abrirlo implica aceptar que, tal vez, las cosas perdidas no están ahí. Y esa incertidumbre es insoportable. Prefiero mantener la esperanza: si no lo miro, sigo teniendo la posibilidad de que el sacacorchos que desapareció en 2017 siga existiendo. Es el mismo principio que usaba mi abuela cuando escondía billetes entre los libros, convencida de que su dinero estaba seguro mientras no los abriera.

Un día subí al taburete. Abrí el armario. Dentro solo había un bote de garbanzos caducados y una botella de vinagre que alguien debió comprar en tiempos de la peseta. Nada más. Cerré deprisa, con esa sensación de haber cometido un error irreparable.

Desde entonces, cuando pierdo algo, lo sigo buscando en todas partes, menos en el armario alto de la cocina. En él siguen estando todas mis cosas. O ninguna. Lo importante es que nunca lo sabré.

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