
JULIA DEMAREE NIKHINSON (Pool/EFE)
Hay una foto que parece una película sin argumento, un cuadro de caza sin ciervo. En ella, un grupo de multimillonarios posa con esa expresión de quien acaba de perder una suma obscena de dinero y, al mismo tiempo, sigue sin saber cuánto cuesta una barra de pan.
Los rostros son variados, pero todos comparten el gesto de quien juega con el destino como si fuera una app en versión beta. Están los que sonríen con la suficiencia de quien todavía puede pagar el alquiler de la Luna, y los que fruncen el ceño como si esperaran una actualización que arregle el bug del desplome bursátil.
El de la corbata roja parece haber descubierto, justo en ese instante, que la riqueza no es eterna. El de la chaqueta oscura sonríe con resignación, como si supiera que, al final, todo es código binario: 1 es riqueza, 0 es miseria. A su lado, otro personaje mira al vacío con la expresión de quien ha entendido, demasiado tarde, que la inmortalidad financiera es solo un mito contado por los fondos de inversión.
En el fondo, otros millonarios se desdibujan entre las sombras, como si hubieran sido víctimas de un ciberataque contra su fortuna. No están en bancarrota, claro, pero la idea de que su patrimonio se haya encogido les produce el mismo vértigo que a un ciudadano normal cuando el cajero le dice que su saldo es insuficiente.
Aunque la foto se tomó el 20 de enero, podría haber sido el instante previo a un apocalipsis financiero. O quizá sea solo otra de esas reuniones en las que los ricos se juntan para decidir el destino del resto del mundo, como si fueran los dioses aburridos de un Olimpo sin rayos ni truenos.
Sea como sea, lo cierto es que siguen siendo multimillonarios, aunque un poco menos que ayer. Y eso, en su universo, es lo más parecido a la tragedia.
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